17 de noviembre de 2025
La noche de la explosión en el polo industrial de Ezeiza dejó escenas de destrucción que aún resuenan en los testimonios de Marcelo Ruiz (34) y Gonzalo Araya (27), dos operarios de la fábrica de galletitas ParNor que estaban trabajando a escasos 300 metros del epicentro.
Marcelo estaba en el sector de envasado cuando todo se quebró. Lo recuerda con una claridad que lo sacude: "Escuché un estruendo, pero muy fuerte, que parecía que había sido como un misilazo". Acto seguido, la fábrica empezó a temblar y desde el techo cayeron escombros de todo tipo. Logró refugiarse y correr hacia la salida de emergencia. Afuera, el paisaje era irreal. Entre el humo, solo dos pensamientos le ordenaban el corazón: su familia -"Quería salir y ver a mi familia. Es lo primero"- y su amigo Gonzalo. "Solo quería encontrarlo. Pensé que estaba muerto".
Gonzalo, en otro sector, se había separado unos minutos para buscar una pastilla cuando un compañero lo alertó: la fábrica de enfrente ardía. Fueron al comedor para ver qué pasaba. Lo que apareció detrás del vidrio lo persigue desde entonces: un hongo de fuego expandiéndose. "En el momento, pasó todo en cámara lenta", recuerda. La onda expansiva lo arrojó violentamente: "Más o menos entre 5 y 7 metros volé". Cayó golpeado, con la luminaria encima y el brazo deformado. "Sinceramente tenía todo el brazo acalambrado... pensé que era el hueso quebrado".
Aun así, su reacción fue ayudar: "Atiné a agarrar a uno de los compañeros que también voló por la onda expansiva", relató a Clarín. La capacitación en evacuación les permitió actuar dentro del pánico, pero cada movimiento le dolía más y su brazo seguía inflamándose.
Marcelo lo encontró en el fondo del predio, lastimado y desorientado. "Parecía que estaba quebrado, tenía una inflamación y una curvatura en el brazo que parecía que estaba completamente quebrado", cuenta. Con otro compañero improvisaron un soporte con un delantal hasta que pudieron moverlo a un lugar seguro. No tardaron en advertir que aún podían venir explosiones más fuertes.
En ese caos apareció Jorge, un trabajador de otra fábrica que los cargó en su auto y los trasladó a la salita 7 de Spegazzini. Allí les dieron oxígeno y primeros auxilios antes de derivarlos a la Clínica Monte Grande. Mientras tanto, las familias, sin noticias y viendo imágenes del predio devastado, temían lo peor. "Pensaron: 'Están muertos'", dice Marcelo.
Gonzalo fue estabilizado horas después. Marcelo, ya en su casa, abrazó a los suyos, pero volvió inmediatamente al centro de salud: "Me fui de vuelta a la salita donde estaba él para no dejarlo solo".
El temor persistía en ambos. Marcelo describe las llamas como montañas desbordadas: "Parecían como montañas, como un morro". Gonzalo lo dice con crudeza: "Literalmente parecían un infierno".
Mientras esperan definiciones sobre el futuro de la fábrica, que quedó seriamente dañada -"Se abrieron los vidrios, parte del techo, mampostería, se han caído paredes internas"- también los atraviesa el miedo a perder el trabajo. "Muchos están preocupados por la fuente de trabajo porque hay familia", expresa Gonzalo.
Marcelo regresó días después al predio para retirar sus pertenencias y lo que vio fue desolador: "La calle principal parece como un valle de muerte... las estructuras volteadas, tiradas. Las fábricas de lado a lado, desaparecidas".
Hoy, como antes de la explosión, siguen juntos. Marcelo incluso le llevó su moto a Gonzalo hasta Rafael Calzada para que pueda moverse. La relación entre estos dos trabajadores es clara y profunda. "Somos hermanos de fe. No de sangre, pero sí de fe", dice Marcelo. Pasan más tiempo juntos que con sus propias familias: "Tengo más tiempo con él que con la familia".
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