11 de junio de 2025
En esta Argentina convulsionada, donde la condena de una expresidenta debería marcar el fin de una era, la paradoja final es que quien podría heredar el poder no será quien más lo combatió, sino quien mejor supo esperar. El peronismo, como el río de Heráclito, permanece siendo el mismo precisamente porque nunca deja de cambiar.
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Redacción Identidad Sindical
Entre alianzas y autonomía: el dilema estratégico de la derecha argentina
"Es mejor ser temido que amado, si uno de los dos ha de faltar", escribió Nicolás Maquiavelo en El Príncipe. Mauricio Macri parece haber abrazado esta máxima con una peculiar interpretación: prefiere ser temido por sus propios aliados antes que amado como socio menor de Javier Milei.
La condena de Cristina Fernández de Kirchner a seis años de prisión e inhabilitación perpetua debería representar el momento de gloria para la derecha argentina. Sin embargo, en lugar de celebrar unidos la caída de su némesis histórica, el PRO y La Libertad Avanza protagonizan una disputa que podría convertir una victoria aplastante en un triunfo pírrico.
El Arte de la Autodestrucción
La estrategia de Macri revela un patrón psicológico que trasciende la lógica electoral tradicional. Como observaría el florentino, quien abandona lo pragmático por lo ideal suele marchar hacia su propia ruina. El expresidente parece dispuesto a sacrificar la eficacia política en el altar del orgullo personal.
Las señales son inequívocas. Mientras Milei reconoce públicamente que "nosotros solos le ganamos al kirchnerismo, pero le ganamos por muy poquito", Macri ejecuta una serie de movimientos que parecen diseñados para debilitar precisamente esa victoria. El desdoblamiento de las elecciones en la Ciudad de Buenos Aires, la aparición misteriosa de afiches "Mauricio 2025" y la contratación del mismo asesor catalán de infructuoso desempeño que trabajó con Sergio Massa en 2023 -acumulando una reiterada serie de derrotas electorales- no pueden interpretarse como casualidades.
Manuel Adorni derrotó al PRO en su propio bastión porteño, obteniendo 30,1% de los votos contra los candidatos amarillos que apenas llegaron al 15%. Esta debacle territorial debería haber sido una señal de alerta, pero Macri la leyó como una oportunidad. Si no puede liderar la derecha, al menos puede condicionar su triunfo.
Maquiavelo advertía que los hombres juzgan más por las apariencias que por los hechos. Macri comprende que en política, la percepción es tan importante como la realidad. Una victoria de Milei por escaso margen sobre Cristina Kirchner -especialmente si el PRO captura entre 10 y 15% de votos decisivos- le permitiría argumentar que el presidente no tiene verdadero respaldo popular.
El drama de Macri es el de todo fundador que ve cómo su criatura le escapa de las manos. Creó el espacio de la derecha moderna argentina, profesionalizó la política opositora y construyó las banderas que hoy enarbola Milei. Ver a este "advenedizo" apropriarse de su legado resulta intolerable para su ego.
Jorge Macri lo expresó con brutal honestidad: "Las banderas nos las van a robar si las entregamos". Pero como sabía el autor de El Príncipe, quien permite que otro se haga poderoso a sus expensas, inevitablemente se arruina. Al negarse a ser parte de un proyecto exitoso, Macri garantiza su propia irrelevancia.
Desde los sindicatos peronistas, esta disputa se observa con una mezcla de regocijo y cálculo estratégico. "Los chetos se están peleando entre ellos", comentan con sorna dirigentes gremiales que han visto cómo la derecha argentina se fragmenta justo cuando más necesita unidad. Para el movimiento obrero organizado, acostumbrado a las internas pero también a la disciplina férrea cuando llega el momento decisivo, el espectáculo resulta incomprensible y, al mismo tiempo, profundamente útil.
La tradición peronista, forjada en la experiencia de que "la unidad es la base de todo", observa con asombro cómo Macri ejecuta exactamente lo contrario: una fractura deliberada en el momento de mayor debilidad del kirchnerismo. "Perón debe estar revolcándose en su tumba", murmuran los históricos del movimiento, que comprenden instintivamente lo que Macri parece ignorar: que en política, como en el boxeo, nunca se baja la guardia cuando el rival está groggy.
La estrategia macrísta encierra una paradoja digna de estudio. Mientras Patricia Bullrich abraza el pragmatismo político -más vale ser audaz que cauteloso- y se integra al gobierno de Milei, su jefe de partido elige el camino de la resistencia pasiva.
Macri sobreestima su capacidad de "volver" cuando Milei fracase, pero subestima que la política argentina premia la renovación, no la restauración. Como diría el pensador florentino, quien descuida la realidad presente por perseguir quimeras futuras, camina hacia su propia destrucción.
La obsesión por mantener la "pureza" ideológica del PRO está costando cara. En la Ciudad de Buenos Aires, el partido que dominó durante casi 20 años todavía no digiere su primera derrota histórica. La "marca" ya no es garantía, la estructura tampoco, y los dirigentes migran en masa hacia las huestes libertarias.
La máxima maquiavélica de que es más seguro ser temido que amado tenía una advertencia crucial: sin convertirse en odiado. Macri camina peligrosamente hacia esa línea, siendo percibido incluso por sus propios compañeros de partido como un obstáculo para la victoria sobre el kirchnerismo.
La mayor ironía de esta tragedia política es que el principal beneficiario podría terminar siendo el peronismo renovado. Con un 16% de indecisos en las encuestas y La Libertad Avanza liderando con 42%, cada punto que Macri le quite al oficialismo puede ser decisivo para una eventual victoria de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires.
El florentino escribió que en las acciones de los poderosos, donde no hay tribunal superior al que apelar, solo se juzga por los resultados. El fin de la estrategia macrísta parece ser la preservación de un relato -"si hubiéramos ido unidos, habríamos arrasado"- aunque el costo sea facilitar el retorno del kirchnerismo que tanto combatió.
El Peronismo en las Sombras
Mientras la derecha argentina se desgarra en disputas ego-céntricas, el peronismo atraviesa su propia crisis, pero con una diferencia fundamental: mantiene la disciplina histórica que caracteriza al movimiento. Los sindicatos, columna vertebral del justicialismo, observan cómo sus enemigos tradicionales cometen exactamente los errores que ellos evitaron durante décadas de resistencia.
Hugo Moyano, desde Camioneros, ve con benevolencia estos choques entre "halcones y palomas" del establishment. "Nosotros también tuvimos nuestras peleas, pero cuando llegaba la hora de defender el movimiento, cerrábamos filas", reflexiona desde su despacho. Esta lección histórica del sindicalismo combativo -que enfrentó dictaduras, proscripciones y persecuciones sin perder la unidad estratégica- contrasta brutalmente con la fragmentación de quienes se consideran los herederos naturales del poder.
Para los dirigentes gremiales más sagaces, la jugada de Macri revela algo más profundo: la incapacidad de las élites tradicionales para comprender que el poder no se ejerce desde el resentimiento, sino desde la capacidad de construir consensos amplios. "Se creen que la política es un country club", sentencia un secretario general con décadas de experiencia en negociaciones paritarias.
La célebre frase del Paraíso Perdido de Milton -"mejor reinar en el infierno que servir en el cielo"- encuentra en Mauricio Macri su perfecta encarnación política. Prefiere ser el rey de un PRO minoritario e irrelevante que el socio menor de un gobierno que en términos electorales podría ser exitoso. Como observaría Maquiavelo, esta elección revela más sobre la psicología del poder que sobre la estrategia política. En su afán por no subordinarse, Macri ejecuta una jugada que garantiza su propia marginación, convirtiéndose en el arquitecto de aquello que más teme: su completa irrelevancia política.
La condena de Cristina Kirchner debería haber sido el momento del triunfo definitivo de la derecha argentina. Pero la incapacidad de Macri para aceptar un rol secundario amenaza con convertir esa victoria en una oportunidad perdida. Como advertía el pensador renacentista, quien abandona el camino común por seguir el propio, se encamina más hacia su ruina que hacia su seguridad.
Desde las oficinas de la CGT en Azopardo, los dirigentes sindicales contemplan este espectáculo con la sabiduría de quienes han visto caer imperios por la soberbia de sus conductores. Saben que la historia argentina está llena de oportunidades desperdiciadas por quienes confundieron el poder con el capricho personal.
En el fondo, lo que Macri no comprende -y lo que el peronismo aprendió en sus largas travesías del desierto- es que la política es un juego de resistencia, no de vanidades. Mientras el expresidente juega al ajedrez consigo mismo, volteando el tablero cada vez que no le gusta el resultado, el movimiento nacional observa desde la paciencia histórica de quien sabe que todos los imperios caen, especialmente aquellos que se devoran a sí mismos.
En esta Argentina convulsionada, donde la condena de una expresidenta debería marcar el fin de una era, la paradoja final es que quien podría heredar el poder no será quien más lo combatió, sino quien mejor supo esperar. El peronismo, como el río de Heráclito, permanece siendo el mismo precisamente porque nunca deja de cambiar. Macri, atrapado en su laberinto de espejos, ha elegido la inmutabilidad del resentimiento. Y en política, como en la vida, quien no se adapta, perece.
El epitafio del PRO podría escribirse con palabras del propio Maquiavelo: los hombres son tan simples y obedecen de tal manera a las necesidades del momento, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar. La diferencia es que esta vez, Mauricio Macri es tanto el engañador como el engañado, protagonista de una tragedia política cuyo único ganador será aquel que tuvo la paciencia de observar desde las sombras mientras sus enemigos se destruían mutuamente.
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